No le bastaba al mes de enero con habernos perforado la nuca con sus golpes de luz asesina. No señor. Tuvo, antes de desaparecer, que incluir el nombre de Amadeo Nuccetelli en el libro de oro de los muertos.

Estaba enfermo, muy enfermo, piel y huesos. Y sin embargo, cada tanto, se instalaba bajo sombrillas del bar que colinda con la iglesia de la Merced y, en el acto, se convertía en el rey del área peatonal.

Ese viejo de voz baja que necesitaba de varios movimientos, de muñeca para rasgar el sobrecito de azúcar era el personaje más fascinante del fútbol local, el único que se atrevió a atacar con alegría y descaro el sistema de clases del deporte argentino.

Nuccetelli tuvo algo que escasea: una idea y ambición de llevarla a cabo. Su plan pasaba por sacar de la miseria al club de su vida –Talleres- y convertirlo en un grande.

Lo tacharon de iluso y megalómano, pero todo lo que hizo tuvo un sentido y precisión. Convenció a los descreídos, desencadenó la pasión de todo el interior y comenzó a cosechar dividendos.

“La Voz” le dedicó cinco páginas a su deceso en la edición del lunes. Ahí me enteré que había nacido un 9 de julio. Es para estremecerse.

Morir no lleva mucho tiempo y dicen que no duele, que es una especie de desmayo por etapas y que uno se va durmiendo para siempre, sin experimentar ninguna forma de fatiga. Así por lo menos, murió Amadeo, un hombre que, sin embargo, mientras vivió lo hizo a lo titán, amasando un gran prestigio de tipo legal y buen amigo.

Tenía la estructura ósea del presidente ideal: era alto, fortachón, ocurrente y, en su edad dorada, gastaba unos bigotes que recordaban a los de Emiliano Zapata, dirigente mayor del futbol revolucionario mejicano.

Agradezco haber sido testigo, en la playa de estacionamiento de la cancha de Talleres, del momento en que Amadeo, subido al acoplado de un camión y con la camiseta arremangada, inventó sobre la marcha una asamblea para decidir la compra de Daniel Valencia. “Los que estén de acuerdo –explicó a través de un megáfono de verdulero- que levanten la mano. Bueno –dijo a continuación- veo que somos mayoría”. Moraleja: las grandes obras solamente se realizan a través del pueblo. O algo parecido.

Cuando llegó a la presidencia del club, en 1973, arrastraba un pasado de cuete inmobiliario o inventor de rifas tan novedosas como extravagantes. Si la rifa funcionaba, Talleres contrataba al “Hacha” Ludueña. Si no funcionaba, Nuccetelli, calladito, metía la mano en el bolsillo y se hacía cargo del fracaso.

Para dirigir los destinos de un equipo más bien rígido y escasamente intrépido, recurrió a los servicios de Labruna, otro Amadeo angelical. Nuccetelli era un local que llego al modernismo aconsejado por los grandes viejos del pasado: Labruna, Pedernera y Rubén Bravo. Fueron ellos quienes le inculcaron la mayor de las verdades: los grandes clubes se hacen con los mejores jugadores: Morete, Baley, Oviedo, Taborda, Willington.

Cuando abandonó la presidencia, en el ’87, salió por la puerta grande con un echarpe de vicuña sobre los hombros y un agujero sin fondo en el bolsillo. Por ahí se habían idos los ahorros de su vida. Cuando ocupaba el trono en el área peatonal, la gente se detenía a charlar con él. Y él, como Borges, contestaba todo lo que le preguntaban. No sabía con quién estaba hablando. Había conseguido, a la vejez, el sueño de cualquier cordobés que se precie: tener pagos todos los cafés hasta el último de su vida.

Si no fuera por Sabattini, bastaría con decir Amadeo y todo se sabría. Abril, decía Elliot, es el mes más cruel. Eso será para los hinchas ingleses. Para nosotros es enero.

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